sábado, 26 de noviembre de 2011

Pájaros (en memoria de los desaparecidos de Argentina)

A los 22 años, Santiago cursaba la carrera de filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires, y participaba activamente con laicos de la parroquia del padre Manuel Sandoval en obras de caridad.
Dos veces a la semana concurrían a hospitales públicos de Capital Federal; llevaban alimentos a enfermos sin familia y leían diarios, libros o revistas. Los sábados visitaban villas miseria del conurbano bonaerense; organizando meriendas de chocolatada y facturas para los chicos del asentamiento.
Terminaban agotados –disfrazados de payasos- entre globos, juegos y música infantil. Ese era su aporte en pos de una sociedad más justa. Solía decir: “cuando me agradecen siento vergüenza, aprendo más de ellos que ellos de mí”. La madre, plena de orgullo encontraba en Santiago un calco de principios y valores, herencia según ella del padre, quien falleciera en un accidente de tránsito a poco de nacer el niño.
Fue bien entrada la noche, a eso de las dos, unos veinte días atrás, los gritos los hicieron saltar de la cama: -¿dónde mierda está Santiago Urzúa?
Rompieron a patadas la puerta principal; cinco hombres de civil con armas largas requisaron rápidamente el living y corrieron a la habitación de la madre. Desde el cuarto en la planta alta, el joven escuchó el despliegue y los rudos movimientos, con miedo se asomó a la escalera. En ese instante, dos miembros del grupo subían: -¿vos sos Santiago Urzúa?, -Sí... -se abalanzaron sobre él, estaba en calzoncillos y con una remera de gimnasia de las épocas de estudiante secundario, lo tomaron del pelo, lo esposaron y lo arrastraron hacia abajo.
La madre desesperada trataba de averiguar que pasaba; -le tenemos que hacer unas preguntas, preséntese a las nueve en la comisaría 43.
-¡Qué fue lo que hizo, por favor díganme!
-Ya se va a enterar; a las nueve, comisaría 43.
Celia no pudo pegar un ojo en lo que restaba de la madrugada, a las ocho ya se encontraba en el destacamento policial. -Buen día agente, sé que aún no son la nueve, pero usted comprenderá; soy madre, ¿cuándo podré ver a mi hijo?
-¿Está acá?
-¡Sí!, se lo llevaron de mi casa a las dos y lo trajeron para esta comisaría.
-¿Cuál es su nombre?
-Celia Aguirre.
-No señora, le pregunto por el nombre de su hijo.
-Ah sí; Santiago Urzúa.
-Perdone señora, no hay ningún detenido con ese nombre aquí.
-¡No puede ser!; esta es la comisaría 43, donde me dijeron que lo traían, ustedes tienen jurisdicción sobre mi domicilio...-un frío indescriptible comenzó a invadirle el cuerpo.
-Le repito señora, nadie ingresó con ese nombre; quizás se lo llevaron los terroristas, ocurre bastante seguido…
-¡Eran milicos señor!; yo los puedo olfatear…
-¡Epa, epa!, más respeto, le repito: no hay nadie con ese nombre, el último detenido ingresó hace dos días; un ladrón de garrafas…
La madre comprendió, el llanto la acompañó las doce cuadras que la separaban de su casa.
“¡Mi hijo no!; ¡no Dios, por favor Dios, mi niño no, no, no!”.

Sobre el piso helado, con el cuerpo echo una llaga, Santiago se acordaba de la parroquia, del barrio, de su madre… Quería dormir, cerraba los ojos y volvían imágenes de la infancia. Quería dormir, soñar y no volver a despertar. Rogaba tener alguna falla en el corazón; esas “sesiones de parrilla”, como las denominaba el torturador, se hacían eternas. Se paraba temblando, caminaba temblando y lo acostaban en la mesa para volver a temblar. Aroma a carne quemada, su carne, y el aliento fétido de Tito; cuyo mérito consistía en provocar el mayor dolor sin causar la muerte.
El cuerpo se arqueaba de tal manera que esperaba la rotura de la columna en cualquier momento, unos segundos en los que daba gracias por no sentir dolor…, y otra vez; vuelta a empezar. Deseos de morir; sentirse una cosa, poco menos que un despojo humano. Odiar y odiarse; justo él.
No sabía lo que preguntaban, no sabía de armas, no sabía que respuestas dar; no las tenía. Tan solo concurría a la parroquia del padre Manuel, un cura tercermundista, alguien que predicaba la teología de la liberación; un cura que hizo su opción por los pobres. Eso lo había deslumbrado a Santiago, ese precisamente –creía él- era el camino para encontrarse en Cristo. Los pobres y Cristo. Lo suyo era ayudar al desvalido, al menesteroso, y en muchos casos –como él ahora-; a los olvidados por Dios.
En posición fetal, con una cadena al tobillo derecho y una capucha en la cabeza, alguien que se presenta como enfermero le pide que se siente; lo hace.
-Bueno jovencito, te has salvado, van a trasladarte a un prisión en el sur de Argentina. Te pongo esta vacuna y en una hora salen en avión para allá.
-¿Podrá mi madre visitarme?
-¡Por supuesto!; quedate tranquilo que mañana mismo le avisan para arreglar cuando puede ir a verte.
Guardó silencio; el enfermero luego de la aplicación se retiró. No se quedó tranquilo; volvieron las imágenes de la infancia, el barrio, su casa… Pensó en su madre y lo triste que iba a estar, no pudo contener las lágrimas.

La "vacuna" en realidad era una dosis de pentotal ("pentonaval" lo denominaba la Armada). Después de eso, los prisioneros de la ESMA eran subidos a los aviones para ser arrojados dormidos al Río de la Plata.

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